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02 noviembre, 2010

25 aniversario. Comentario


Como en el caso de Rainer Rilke, mi patria es mi infancia. Y esta invitación para abrir mi caja negra y recordar mi etapa en el Colegio, me lleva, sin duda, a años felices.
Mi primera sensación al entrar en el Juan Morejón debió ser parecida a la que tuvieron los marineros de Colón cuando Rodrigo de Triana les despertó a primeras horas de la madrugada –vaya horitas para descubrir un continente, por cierto- de aquel 12 de octubre. No exagero: por no se qué extrañas vicisitudes burocráticas, mis compañeros de aquel tercero del 87 estudiábamos donde nos dejaban en el patio de un Mare Nostrum que, desde luego, no era lo que es hoy día. De aquellos juegos en los que se levantaban las rejillas del alcantarillado pasamos a un patio  con dos campos de fútbol; de aquellos antiguos vestuarios de fútbol alineados a ras de suelo reconvertidos en aulas,  pasamos a un edificio con dos plantas y gimnasio. ¿Cómo no sentirse maravillado por aquello?. Más en mi caso que durante algunos momentos era una especie de “capo” de aquella clase: había repetido 2º de EGB, por lo que había hecho la comunión antes que el resto. Fue, sin duda, la primera vez que descubrí algo que luego resultaría fundamental en mi vida, como es aquello de que la información es  poder; en aquellas clases de religión donde yo cambiaba mis conocimientos bíblicos por estampitas a mis compañeros que llegarían al Sacramento doce meses después que servidor.
Luego llegaron años en los que, poco a poco y hormona a hormona, dejamos de ser niños. Para que se hagan una idea, aquellos que han pasado la treintena: fueron los años en los que los niños jugábamos en el patio del colegio a la muerte de Paquirri –uno era torero y el otro, con un dedo en cada sien, hacía de Avispado-, los años de los mundos de Yupi o Stevie Wonder. Años en los que Eurovisión seguía siendo un acontecimiento, en los que un puñado de malditos holandeses humillaba una temporada si y la otra también al Real Madrid. Claro, que después nos vengábamos los merengones de nuestros compañeros culés con el baloncesto: cada nueva hazaña de mi amadísima Jugoplastika de Split, era celebrada al día siguiente con papelitos que decían eso de “Se venden yogures en bolsas de plástico fabricadas en Yugoslavia”. Ah, por cierto: yo también me pegué al televisor, como una de esas horteradas tipo “Estuve en Cuenca y me acorde de ti” para ver como Luis Alfredo Ascanio se casaba,  al fin y después de 246 interminables capítulos, con Cristal.
Recuerdo, al margen de vivencias personales que para mi me las reservo –mi pubertad, a fin de cuentas, es sólo mía- , ciertas anécdotas surrealistas. Desde encontrarnos una mañana en pleno recreo, y sin saber por qué, una vaca y un par de toros dando vueltas por el patio a alguna que otra llamadita, cíclica, de amenaza de bomba. Curiosamente, siempre era en época de exámenes. Pero no quiero dar ideas, porque de leyendas urbanas este colegio sabe mucho.
Un día abandoné el colegio. Para mi fue una época complicada; una exagerada cifosis, que amenazaba con tornar en algo mucho más grave, me inmovilizó desde el cuello a la cintura durante 22 horas diarias a lo largo de cuatro años de mi vida. Ello me obligó, por ejemplo, a sentarme sólo en tres mesas para mi sólo, a ganarme el mote de Robocop o  a perderme los primeros campeonatos entre clases del colegio. Aunque viendo como se me daba aquello del balón, me alegro por mis compañeros.
Recuerdo aquella polivalencia de Pablo González o nuestra tristemente desaparecida  señorita Pepi, que en tres años te daban con aquella solvencia propia de los antiguos profesores, matemáticas, lengua o religión. Recuerdo a aquella otra señorita Pepi, de gimnasia, que se tomaba tan en serio su asignatura –y bien que hacía-  como para dejar a media clase repitiendo 8 por gimnasia. Recuerdo a don Santiago, a Rosa Pedrajas o Mari Loli Morcillo; hoy la directora, entonces la seño de Sociales.
Recuerdo que empezamos a descubrir lo dura que era la vida a medida que la iban perdiendo algunos de nuestros compañeros. Pero también de estas aulas salieron algunas amistades que a día de hoy, por suerte, por costumbre o por las dos cosas, aún conservo. De otros, simplemente, nunca volví a saber nada.
Mi relato acaba un 8 de mayo de 2008. Ese día recibíamos la visita de Elena Salgado, hoy vicepresidenta del Gobierno, cuando una llamada nos alerta de que un coche verde había secuestrado a una niña o un niño en el Juan Morejón. La historia ya la conocen. Cuando a las dos y media de la tarde de aquel día comentaba la marciana historia con la directora del centro en las puertas del garaje, sentí, por un momento, ganas de entrar. De echar a correr, de volver a buscar un hueco bajo los árboles que estaban detrás de cada campo de deportes o de volver a curiosear alrededor de la casa del portero. De volver a ser aquel niño patoso y desgarbado que fui. Porque si mi infancia es mi patria, que duda cabe que mi colegio es su capital y la radio de mi madre su himno nacional.

Gracias.
Juan José Coronado Navarrete. Periodista

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